Con el correspondiete permiso de Don. Fernado Bermejo Martin, a quien aun he tenido el honor de conocer
personalmente y autor del libro, UNA
VIDA EN LA MEMORIA, en el que se
cita a mi Padre Gonzalo Murillo Garcia,
con palabras que dan a conocer una vez mas, las cualidades que este tenia como
persona, educador y Maestro. En ellas se refleja el gran afecto y cariño que el
autor le tuvo y lo que significo para el. Desde estas lineas quiero agradecer,
todo cuanto de mi Padre se cuenta y se dice en esta obra. Me encantaria saber
expresar mi mayor agradecimiento al autor, D. Fernado Bermejo, pero creo es
imposible hacerlo desde aquí, lo hago desde lo mas hondo de mi corazon y no
solo en mi nombre si no tambien en el de mis otros seis hermanos, todos
estaremos siempre muy agradecidos por tan bonitas palabras dedicadas a nuestro
querido Padre, Gonzalo Murillo. Gracias
siempre y aquí dejas siete amigos. Sin mas dilacion paso a reproducir la parte
del libro a que me refiero.
MIS RECUERDOS DE LA ESCUELA
Empezar
en el colegio sabiendo ya lo que la mayoría de mis compañeros empezaban a
aprender, me hizo sentir muy importante. Me daba una cierta ventaja que siempre
traté de mantener haciendo que me esforzase en el día a día. Procuraba ser el
mejor y competía para ello con uno de mis compañeros que soportaba un problema
mayor. Supongo que, afectado por la poliomielitis, sus piernas no le soportaban
y debía utilizar unos herrajes en sus piernas y unas muletas, lo que, siendo
tan niño, debía ser terrible. Pero él peleaba por contrarrestar su problema
físico con un liderazgo en la clase. Y lo conseguía. De hecho, casi nunca
conseguí estar por delante de él por lo que secretamente lo admiraba. Para mí,
superarlo y llegar a ser el primero de la clase era un importante incentivo,
aunque su discapacidad y su entereza para sobrellevarla me impresionaban y me
hacían tenerle un enorme respeto. Su nombre es uno de los pocos que se me
quedaron grabados y eso que no suelo memorizar los nombres de las personas que
conozco. Sin embargo, de Pepe, o José según los casos, recuerdo perfectamente
sus dos apellidos, aunque nunca tuvimos relaciones más allá de las que teníamos
durante el horario escolar. Seguí su trayectoria a lo largo de los años, aunque
no tuviese relación con él y me alegré de que aparentemente la vida le fuese
bien, aunque siempre esperé que su posición social fuese más destacada de la
que ha tenido. Siempre pensé que tenía una mente privilegiada de la que podría
beneficiarse la sociedad a su alrededor.
Don
Gonzalo
El
aprendizaje con mi madre y la afición que me infundió por la lectura junto al
trabajo de Don Gonzalo hicieron que me encantase aprender cosas más allá de lo
que tocaba aprender en la escuela. Don Gonzalo era muy aficionado a proponernos
pequeñas competiciones en clase. Recuerdo una ocasión en que nos propuso ver
quién era el que conocía la palabra más larga, lo que me encantó porque acababa
de leer un libro sobre anatomía y mi propuesta, convencido de mi éxito, fue la
palabra “esternocleidomastoideo” nombre de uno de los músculos del cuello que
me había sorprendido al leerla solo unos días antes. Don Gonzalo iba
escribiendo en la pizarra las propuestas y tras oír la mía escribió solo
“esternomastoideo”. Eso hacía que mi propuesta no fuese la palabra más larga,
sino la segunda. Protesté un par de veces instándole a que rectificase y sentí
que sabía que mi propuesta de rectificación era justa. Pero quien había
propuesto la palabra que ganaba a la mía mal escrita era uno de los compañeros
que siempre tenían más dificultades de aprendizaje. Finalmente entendí que la
negativa del maestro a rectificar no era porque no se hubiese percatado de su
error al escribir mi propuesta, sino que trataba de incentivar a mi compañero
manteniendo su alegría por conseguir ser el primero de la clase; al final
renuncié a defenderme y me quedé aprendiendo de nuevo una lección de tantas y
tantas que la maestría de Don Gonzalo me dio no solo para incrementar mis
conocimientos, sino enseñándome a ser mejor persona.
Maestro.
Eso es lo que siempre consideraré a Don Gonzalo Murillo. Ahora se usa más la
palabra “profesor” pero Don Gonzalo fue mi “maestro”. Fue un maestro en toda la
extensión de la palabra y los cuatro años que pasé a su lado, desde que entré
en la escuela hasta que la dejé a los diez años, camino del Instituto,
influyeron definitivamente en mi vida. Me ayudó a ser una mejor persona con su
bondad, su preocupación por nosotros y su interés en enseñarnos no solo a saber
más sino a ser mejores. Por eso nunca le he olvidado. Años más tarde aprendí
también que no solo hay que tener un buen maestro, sino que también se necesita
una buena predisposición. Conocí a uno de sus hijos y, a pesar de que tuvimos y
tenemos una buena relación, no reconocí en él la bonhomía que caracterizó a su
padre. Bien es verdad que no supe nada de su vida y que no sé si otras
influencias hicieron que el legado de su padre no fuese el que yo hubiese
esperado, pero lo cierto es que Don Gonzalo siempre será para mí un prototipo
del buen maestro, de una buena persona.
A
diferencia de otros profesores, Don Gonzalo rara vez utilizaba castigos para
corregir nuestras travesuras o nuestra falta de interés. Sin embargo, otros
compañeros suyos eran muy dados al castigo incluso físico, algo que en estos
tiempos parece algo inaudito. La palmeta
era el terror de los alumnos y era una herramienta que no faltaba en ningún
aula. Se trataba de una regla de madera, más o menos larga, con la que el
maestro justiciero golpeaba la palma de la mano del alumno incumplidor,
obligado a extender su brazo con la mano extendida y la palma hacia arriba. Y
hay de ti si se te ocurría retirarla cuando el instrumento de castigo bajaba
hacia tu mano, porque los palmetazos posteriores serían más y más fuertes.
Algún maestro parecía disfrutar aplicando castigos físicos que aplicaban con el
menor motivo, sin ablandarse por las lágrimas o los lloros de sus pequeñas
víctimas. Aparentemente, los padres aceptaban que a sus hijos se les aplicasen
tales correctivos por ser algo extendido en todos los colegios y por el respeto
que se tenía a la autoridad de los maestros. Circulaba una leyenda urbana según
la cual si te restregabas ajo en la palma de la mano los golpes dolían menos;
hasta tal punto estaba extendido ese tipo de castigo físico. No tuve nunca
ocasión de sufrir un palmetazo porque Don Gonzalo era reacio a aplicarlos y lo
más que hacía alguna vez es obligar a alguien a levantarse de su asiento y
permanecer cierto tiempo de pie junto a su mesa, pero cuando por alguna razón
Don Gonzalo era sustituido por alguno de sus compañeros, me cuidaba muy mucho
de dar motivos para sufrir tal castigo más por evitar la humillación de ser
golpeado impunemente delante de mis compañeros que por evitar el dolor de los
golpes, que suponía pero que no conocía. Recuerdo que, en el último año de mi
permanencia en la escuela, en unas clases extras a las que asistía por la tarde
para preparar mejor el examen de ingreso en el Instituto, Don Jacobo, el
maestro encargado de las mismas, me dio un tortazo en el cogote por errar una
respuesta, algo que me dejó sorprendido porque estaba a mi espalda y no lo
esperaba. Mi reacción inmediata fue irme de la clase, a la que no volví más, lo
que mi padre permitió después de que le conté lo que había pasado, le aseguré
que no necesitaba tales clases y le prometí que aprobaría el examen de ingreso
al Instituto sin problemas, algo que cumplí en su momento.
Tal
respeto y cariño tenía a mi maestro, que con ocasión de una enfermedad que le
tuvo apartado más tiempo de la escuela del que era habitual, insistí a mi madre
hasta conseguir que me llevase a verle a su casa. La alegría que a él le supuso
mi visita fue igual a la que yo tuve al encontrar que no estaba tan mal como yo
había supuesto por su prolongada ausencia. Cuando años después de haber dejado
la escuela me enteré de su fallecimiento sentí que se había ido uno de los
cimientos de mi vida, aunque su influencia nunca se perdiese. Y algunas
lágrimas llenaron mis ojos ante tan amarga noticia. Fue una de las primeras
personas de las que pensé que estarían en ese Cielo cuya existencia nos habían
enseñado, junto a ese Dios bondadoso del nos habían hablado muchas veces,
aunque es verdad que no tengo recuerdos de él hablando de esos temas
religiosos, no sé si porque no era muy dado a ello o porque mi memoria no
guarda más recuerdos de él hablando de tales temas. En definitiva, siempre que
recuerdo a Don Gonzalo me viene un sentimiento de cariño y respeto, y siento el
íntimo deseo que realmente el Cielo exista y que él lo esté disfrutando.
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